En los inicios del universo, la radiación cósmica de fondo era cegadora. La expansión del universo la fue enfriando y ya no es visible, sino que permanece invisible en forma de microondas, un tipo de luz que pueden recoger aparatos como nuestros televisores (si sintonizamos la TV entre dos canales, el 1% de esa estática o nieve que aparece en pantalla es calor residual del big bang).
La radiación cósmica de fondo lo envuelve todo. Si nuestros ojos la registraran, veríamos relucir el espacio con una blancura parecida a la del interior de una bombilla gigante.
Tal y como explica Marcus Chown en su libro El universo en tu bolsillo:
Nada menos que un 99,9 % de las partículas de luz (los fotones) universales están acaparadas por esos rescoldos del big bang; la luz de las estrellas y las galaxias no representa más que un 0,1% del total de fotones realmente existentes.
La radiación cósmica de fondo se liberó de la materia unos 379.000 años después del nacimiento del universo. Si bien ya existía antes, sus fotones no eran capaces de recorrer apenas espacio alguno sin se redirigidos o dispersados por los electrones libres que tanto abundaban antes.
A partir de esos 379.000 años de edad, más o menos, el universo alcanzó un nivel de enfriamiento suficiente como para que los electrones pudieran combinarse ya con los núcleos atómicos a fin de formar los primeros átomos. Sin electrones libres que los obstaculizaran como antes, los fotones de la bola de fuego primigenia quedaron pronto liberados para viajar por el espacio sin trabas. Hoy los detectamos en forma de radiación cósmica de fondo.
XatakaCiencia
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