Hay algunos que no saben qué hacer con su dinero, sobre todo después de muertos. Y hay otros que no pueden dejar de hacer bromas, tampoco desde la tumba. Ambos rasgos coincidían en el canadiense Charles Vance Millar, que unió a su exitosa carrera profesional una singular faceta de estudioso de la naturaleza humana a través de burlas, chistes y excentricidades. Tanto le gustaban que no pudo morir sino un día de Halloween de 1926. No fue su última broma.
Charles Vance Millar, algo misántropo y bastante rico, tenía un depravado sentido del humor. Lo basaba principalmente en la codicia humana y en el excesivo elogio del dinero que el nuevo capitalismo trajo consigo en el albor del entonces nuevo siglo. Se cuenta que una de sus diversiones más recurrentes era poner billetes de un dólar en la acera y observar las caras felices de aquellos que los encontraban. Y para despejar toda duda sobre su pervertida condición, dejó un original testamento lleno de rarezas y guiños a una sociedad corrompida a la que fácilmente se le compraba su felicidad.
El preámbulo del testamento constituía un aviso para navegantes: «Este testamento es necesariamente poco común y caprichoso porque no tengo ni relaciones cercanas ni personas a mi cargo, y ningún deber recae sobre mí para legar ninguna propiedad a mi muerte, de modo que lo que dejo es una prueba de mi locura por reunir y conservar más de lo que he necesitado durante toda mi vida». Tras estos gloriosos y funestos términos comenzaba la diversión de repartir el casi millón de dólares canadienses que acumuló en dinero, propiedades e inversiones, unos diez millones al cambio actual.
Sus pequeñas triquiñuelas testamentarias comenzaron por dejar unas pequeñas deudas a su ama de llaves. Primera carcajada. La casa de vacaciones que poseía en la paradisiaca costa jamaicana se la donó a tres abogados que se odiaban entre sí: a la muerte violenta de cualquiera de ellos por parte de los otros dos, la vivienda pasaría a la beneficencia. Segunda carcajada. Dejó una acción de una empresa cervecera que no poseía a cada uno de los pastores protestantes y cada uno de los miembros de la Orange Lodge de Toronto, la mayoría firmemente convencidos de ser abstemios y de luchar contra el alcohol. Tercera carcajada. Los derechos de usufructo de un hipódromo de Ontario fueron a parar a tres importantes personalidades, dos de ellos fuertes detractores de las apuestas en las carreras de caballos y la otra un competidor directo del club de jockey propietario del hipódromo. Cuarta carcajada. Por último, el resto de su fortuna la donaría a aquella mujer residente en Toronto que diera a luz a un mayor número de hijos y los registrara en los diez años siguientes a su fallecimiento. En caso de empate, el dinero se repartiría. ¿Quinta carcajada? No. Como mucho, gran cara de asombro.
Daba comienzo así lo que se llamó The Stork Derby: la carrera de la cigüeña.
No sabemos si Charles Vance Millar pensó en este concurso testamentario como la gran broma final, como una forma de erigirse en el salvador de las familias pobres y sin hijos o como un apoyo sarcástico al control de la fecundidad y a la salud reproductiva de las mujeres. En todo caso, si lo situamos con perspectiva histórica, demográfica y biológica, sí que estamos seguros de que no consideró todas las implicaciones que este particular evento traería consigo.
Primero, situémonos en la etapa histórica. Felices años 20 que finalizaron con el crack del 29 y la Gran Depresión: crisis económica y social sin precedentes que Charles Vance Millar no pudo anticipar antes de su repentina muerte. Una coincidencia histórica que hizo aún más dramático el concurso natalicio, sobre todo entre las familias que no tenían nada que perder.
Segundo, describamos la situación demográfica. Se estaba en una etapa de la transición de la fecundidad en la que los cambios laborales y los incentivos económicos favorecían la creación de familias cada vez más pequeñas. Dos datos: en el Canadá de 1926, las mujeres tenían de media 3,36 hijos, mientras que solo ocho años después la cifra descendía a 2,80, produciéndose un baby bust como efecto directo de las nuevas condiciones económicas y sociales fruto de la Gran Depresión.
Tercero, expongamos las condiciones biológicas. Matemáticamente, una mujer que diera a luz justo el día de la muerte del señor Millar podría acabar como mucho con un total de catorce descendientes en el periodo exacto de diez años que establecía el testamento. Ahora bien, la reproducción humana no funciona de esta manera, sino que está condicionada por varios factores: fertilidad de los padres, tiempo de recuperación del útero, amamantamiento y salud de la madre. Saltarse cualquier indicación natural podría llevar a consecuencias desastrosas para la madre y para el feto o bebé.
Sin embargo, el atractivo del premio y sobre todo la necesidad llevó a algunas mujeres (y familias) a arriesgar su vida (y la de sus familias) para tener más y más hijos. En una época en la que no había técnicas artificiales o medicamentos para favorecer la fertilidad y en la que apenas había partos múltiples naturales, ¿qué hicieron estas mujeres para intentar tener más y más hijos? Básicamente siguieron cuatro estrategias: evitar dar el pecho (el amamantamiento es un potente anticonceptivo), no respetar el tiempo de recuperación del útero, seguir un calendario de fertilidad y que los hombres se abstuvieran del sexo y de la masturbación días antes de copular para incrementar su potencia sexual.
Independientemente de los peligros asociados y a pesar de la seducción de la recompensa, el concurso no extendió su fama hasta que en 1932 el gobierno de Ontario intentó anular el testamento y, con ello, The Stork Derby. No solo no tuvo éxito, sino que muchas familias que ya tenían varios hijos se sumaron a una carrera natalicia muy jaleada por una prensa que comenzó a ilustrar con furor los nuevos nacimientos y las inquinas de los familiares de Charles Vance Millar por parar el proceso. Tiempo de penurias que favoreció la cobertura sensacionalista de un insensato concurso.
Aunque no se sabe con certeza cuántas familias decidieron participar en el concurso, diez años después de la muerte de Charles Vance Millar se presentaron treinta y dos abogados como representantes de las familias que se consideraban ganadoras de The Stork Derby. Veintiséis de ellas resultaron descalificadas por presentar niños de más de diez años. De las seis restantes, dos tuvieron problemas con la interpretación de «given birth» y «registered children» que aparecían en el testamento. Por un lado, Pauline Clarke fue excluida por haber tenido sus diez hijos de dos varones diferentes, por lo que cinco fueron considerados ilegítimos y fuera de concurso… a pesar de haber vivido todo el tiempo con el mismo marido. Por otro lado, tres de los once hijos de Lillian Kenny se invalidaron por haber nacido ya muertos. A ambas familias se las «gratificó» su esfuerzo con 12.500 dólares de la época (200.000 ahora). Las otras cuatro familias con nueve hijos –los MacLeans, los Nagles, los Smiths y los Ticklens- se alzaron como vencedores del concurso con nueve hijos y se repartieron el goloso premio de casi 600.000 dólares (unos 9 millones ahora), un dinero vital para superar la Gran Depresión y criar a sus muy numerosas familias.
Podemos pensar en The Stork Derby como una anécdota, como un capricho de millonario o como un imprudente concurso para amenizar a un pueblo arruinado y desmoralizado. No obstante, sus implicaciones negativas iban más allá de la distracción social, la prensa y el torneo.¿Pensó alguien en lo que iba a pasar con todas aquellas familias que, en medio de una crisis brutal, no ganaran el premio y tuvieran que sobrevivir con seis, siete niños, muchos niños que realmente no querían o no podían tener? ¿Y en los niños y niñas? ¿Consideró o escribió alguien sobre una de las hijas de Lillian Kenny, que murió comida por las ratas en un cuarto salpicado de espanto y miseria? ¿Tuvo alguien en cuenta la salud reproductiva de todas esas mujeres, muchas de las cuales debieron soportar muchos abortos, nacimientos fallidos e incluso muertes en el embarazo, el parto o el puerperio? Pocos lo hicieron.
Paradójicamente, fue una de las ganadoras quien clamó por la defensa de la salud de las mujeres. En 1935, con el concurso en marcha, Arthur Hollis Timleck, tras haber parido a dieciséis hijos -entonces trece con vida-, declaraba a The Milwaukee Journal: «Creo que el control de la natalidad es algo maravilloso. De alguna manera siento que no hubiera información sobre este tema hace años; conozco a muchas madres que lo hubieran agradecido». El artículo finalizaba diciendo: «La señora Timleck es la tapada [dark horse, guiño periodístico al derby] del concurso […]. La victoria parece asegurada para aquella mujer que tenga la fortuna de tener mellizos, trillizos, cuatrillizos o quintillizos en este año. ¡Incluso eso es posible en Canadá!».
Que siga el espectáculo.
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