Nikola Tesla sentado en su laboratorio de Colorado Springs junto a una Bobina de Tesla en pleno funcionamiento (1899). / DICKENSON V. ALLEY
Lo contrario del olvido no es la memoria, afirma el célebre historiador Paul Preston, sino la verdad. Es difícil aceptar ese manido discurso que se esgrime contra Nikola Tesla, aquel brillante inventor que aún hoy alumbra los caminos de la ciencia, y que ha seducido a varias generaciones de tres siglos distintos. Dotado de un instinto revolucionario que puso siempre al servicio de su notable y profundo conocimiento matemático, se propuso construir los cimientos tecnológicos y científicos sobre los que prosperaría la sociedad del futuro.
Como todo verdadero genio, Tesla parecía respirar el aire de otro planeta. Es su naturaleza imparable, su altruismo y esa extraordinaria intuición que lo acompañará toda la vida, las que lo han convertido en un hito. Nació en Smiljan, rayando la medianoche de un 10 de julio de 1856. Las fantásticas circunstancias de su nacimiento, en medio de una tormenta que rompía en haces de luz el cielo de la actual Croacia, siguen nutriendo la imaginación de muchos, que han visto en esto cierto aire de premonición. Tesla fue y sigue siendo un personaje fascinante, capaz de inspirar a todo aquel que posea todavía la cándida habilidad de maravillarse ante lo auténtico. Muchas de sus ideas e inventos siguen estando vigentes, perfectos a través del tiempo; por eso tiene de su lado a expertos y profanos. Refiriéndose al sistema de corriente alterna polifásica, Bernard Behrend, quien fuera Vicepresidente de la AIEE y amigo de Tesla, escribió: «No dejó nada por hacer a los que le siguieron.» A Nikola Tesla se lo distingue por ser, ante todo, un trabajador inagotable y un idealista, que soñó con iluminar al mundo y no cejó.
Vivió en la Edad de Oro de la invención
Quien casi diez años después de su llegada revolucionara el Nuevo Mundo con su sistema de corriente alterna, desembarcó en Nueva York la primavera de 1884, dos semanas más tarde de lo previsto. Se enfrentó al robo de casi todas sus pertenencias y al motín que estalló en el barco que lo traía, pero no osó desanimarse. Solo unas pocas monedas y algunos poemas en el bolsillo bastaron para él. Tesla, horrorizado al principio de ese Nueva York sucio y descortés, incivilizado, comenzó a trabajar inmediatamente en la compañía de Thomas Edison. El inventor de la bombilla prometió al joven Tesla 50.000$ a cambio de mejorar el rendimiento de su dinamo de corriente continua, pero cuando este, tras meses de horas robadas al sueño, reclamó el pago que se le debía, Edison rompió su palabra, espetándole ya la célebre frase: «Usted no entiende nuestro humor americano.» Tesla, muy herido, dimitió y trabajó durante un tiempo cavando zanjas por dos dólares al día. Aquel invierno fue para él una época de «Terribles dolores de cabeza y amargas lágrimas.» A pesar de tan nefasto comienzo, nuestro inventor favorito no se rindió; gracias a la ayuda financiera que le ofrecieron el director de la Western Union, Alfred S. Brown y el fiscal Charles F. Peck, en abril de 1887 nació la Tesla Electric Company. Desde aquella tarde en Budapest en la que el genio evocara, como en una epifanía, unos versos de Goethe y trazase en la arena el primer diagrama de su motor de inducción polifásico, hasta entonces, Tesla nunca había estado tan cerca de realizar sus sueños. Es este sencillo motor, concebido en 1882 y casi carente de piezas que puedan averiarse, el que sigue utilizándose para la maquinaria industrial, en algunos coches eléctricos –como el Tesla Roadster, el primer modelo comercializado por Tesla Motors– e incluso en los electrodomésticos que utilizamos a diario.
Más tarde, Nikola Tesla se aliaría con George Westinghouse para implantar su sistema de corriente alterna, pero solo unos años después debió hacer frente a la escisión de su contrato. Un contrato que, en concepto de derechos de autor, lo habría convertido en un hombre millonario. Consciente de las dificultades económicas que padecía la compañía, rasgó en pedazos aquel papel y depositó en manos de su socio todos sus anhelos. Sin duda constituyó un acto revolucionario, entonces y ahora. Es una locura que alguien pudiese renunciar a tal cantidad ingente de dinero, sobre todo para una sociedad que languidece bajo los delirios cada vez más dementes de un copyright abusivo. Pese a los oscurantistas intentos de Edison por hundir a Tesla y su sistema, que incluían las dantescas ejecuciones de animales domésticos o la invención de la silla eléctrica –un instrumento de muerte que las autoridades penitenciarias utilizarían por primera vez en 1890–, fue el inventor serbio y Westinghouse quienes iluminaron la Exposición Colombina de 1893 con más de doscientas mil bombillas y neones. Allí le ofrecieron al mundo la posibilidad de brillar, y en medio de una espectacular celebración de la ciencia, la industria y el arte, su victoria fue total. Solo tres años después, su peor enemigo, Edison, vería cómo Tesla transmitía la energía eléctrica hasta la ciudad de Buffalo, a varios kilómetros de distancia.
Pero el inventor serbo–americano se caracterizaba por hallarse siempre enfrascado en nuevos proyectos. Durante el último cuarto de siglo, EE.UU. se subió a la cresta de una esperanzadora ola de progreso, posible en gran medida gracias a las contribuciones de Tesla y sus setecientas patentes. El verdadero padre de la radio realizó en 1898 la primera demostración de transmisión con control remoto frente a una discreta multitud en Madison Square Garden, asombrándolos con un barquito teledirigido cargado de torpedos que él mismo construyó. Su trabajo puede considerarse un precedente de la actual robótica y las comunicaciones inalámbricas, y ya en 1937 se publicó una entrevista en la revista Liberty, en la que Tesla aseguraba que en el futuro «hombres mecánicos» serían diseñados para ayudar a los hombres en las tareas menos agradecidas. Fue también Tesla quien produjera las primeras radiografías –las llamó shadowgraphs– y realizó numerosos experimentos con rayos X hasta el incendio que devoró su laboratorio y todas las maravillas que allí guardaba; un suceso que lo afligió terriblemente. En 1895, tras el descubrimiento oficial de los rayos X por Röntgen, Tesla le envió algunas de las fotografías que se habían salvado de las llamas. Obtuvo una respuesta inmediata del físico alemán, que le pidió saber cómo las hizo.
Nikola Tesla plantó además las semillas que germinarían en las lámparas fluorescentes, la electromedicina y en 1917 habló de los radares, como en una visión, para la revista Electrical Experimenter. Dedicó su vida a estudiar la naturaleza y fue ecologista, aún cuando esa palabra no era más que una cáscara vacía de significado: defendía que el avance tecnológico era posible manteniendo el equilibrio medioambiental, pues los recursos naturales eran suficientes y mucho más eficaces que los combustibles fósiles para producir energía.
Un inventor de portada
Reconocido y muy valorado entre los círculos especializados, Nikola Tesla ha sido condenado a la damnatio memoriae estas últimas décadas, y su nombre se arrancó injustamente de los libros escolares. Ha permanecido latente durante años, esperando poder disfrutar de nuevo del prestigio social del que gozó la mayor parte de su vida. El historiador W. Bernard Carlson, responsable de la biografía Tesla: inventor of Electrical Age, señala que fue tan popular, o más, que su némesis Edison.
El siglo XX alboreaba y la prensa acogía a Tesla cariñosamente; hablaba de él casi siempre en términos halagüeños; visionario, filósofo, el hacedor del futuro... Sus ideas y artículos obtuvieron gran repercusión en un sinnúmero de revistas especializadas, que ilustraban a veces las páginas con dibujos de sus prototipos. En 1899, The New York Herald llegó a manifestar inquietud por la salud del inventor yugoslavo, publicando un artículo que además se hacía eco de los experimentos en los que Tesla llevaba absorto meses en su laboratorio de Colorado Springs. Generalmente, se lo consideró un inventor de increíble talento; el mago de la electricidad, si bien el afirmar poco después que había recibido una señal procedente de Marte le acarreó severos perjuicios y críticas, además de restarle credibilidad. No obstante, incluso durante su vejez, rodeado de palomas y protagonizando titulares estrambóticos, Tesla mantuvo el apoyo de sus amigos. Robert Underwood Johnson, diplomático y editor de The Century Magazine, fue quien lo presentara a importantes personalidades y abogase por él hasta el día de su muerte, acaecida varios años antes que la de nuestro inventor. Su esposa Katherine McMahon Johnson fue también gran amiga de Tesla, y de la correspondencia que mantuvieron se intuye que pudo haber sido la única mujer a la que amó. El renombrado escritor Mark Twain, John Jacob Astor o Hugo Gernsback son solo algunos de sus amigos personales. Fue este último quien consiguió convencer a Tesla para que escribiese Mis inventos, una autobiografía publicada originalmente en 1919 por la revista Electrical Experimenter, y que constituyó un hito periodístico para Gernsback.
En 1909, Tesla vería cómo Guglielmo Marconi y Karl Ferdinand compartían el Nobel de Física «En reconocimiento a sus contribuciones al desarrollo de la telegrafía sin hilos». Marconi, el padre de la radio que utilizó al menos diez patentes de Tesla para llevar a cabo su prodigio, se vio implicado en una batalla legal que finalmente perdería en 1943, cuando la Corte Suprema de Estados Unidos dictó sentencia: La radio pertenece a Tesla. El inventor cosechó hasta trece doctorados honoris causa –Belgrado, Praga, París, Yale, Poitiers…–, se le concedió la medalla John Scott, la medalla Edison –inicialmente rechazada–, la Orden de San Sava y numerosos reconocimientos internacionales. Con motivo de su 75 cumpleaños recibió cartas de los científicos más sobresalientes, e incluso Einstein, cuya teoría de la relatividad Tesla cuestionaba muy duramente, le enviaría una carta en la que lo felicitaba y elogiaba por una vida de trabajo y éxito. La revista Time quiso homenajearlo también, convirtiéndolo en portada semanal, y apenas seis meses antes de su muerte se reunió con su sobrino, el diplomático Sava Kosanović y el rey Pedro II de Yugoslavia, en su habitación del Hotel New Yorker. El encuentro fue muy especial para Tesla, que dicen acabó llorando junto al monarca después de expresarle su afecto y el sincero deseo de que guardase Yugoslavia y la unidad nacional entre serbios, croatas y eslovenos.
Su ruina, su Torre
Tesla inventó la bobina que lleva su nombre en 1891 con el fin de impulsar nuevas formas de iluminación inalámbrica, aunque más tarde esto se convirtió en la base de su sistema Wardenclyffe. Hace más de un siglo, la mente maravillosa de Smiljan, concibió la posibilidad de transmitir electricidad sin cables aprovechando la conductividad de la ionosfera y pretendió, además, enviar a través de ondas electromagnéticas comunicaciones de voz, imágenes, registros, música, etc, de forma instantánea y con independencia de la distancia. En 1901, Tesla consiguió interesar al magnate John Pierpont Morgan para que invirtiese en esto; su Sistema Mundial de Inteligencia. Tras las negociaciones con Morgan, cedió el interés del 51% de sus patentes –inclusive las futuras– relacionadas con la iluminación eléctrica y con la telegrafía inalámbrica, a cambio de 150.000.00$ iniciales. Tesla encargó al arquitecto Stanford White la construcción del primer edificio en Long Island: una gigantesca torre de transmisión, con más de 60 metros de altura y un laboratorio donde él trabajaría, pero el proyecto pronto empezó a desangrarse económicamente, y después de una serie de pruebas más o menos exitosas, en 1903 The New York Sun se hizo eco de los extraños acontecimientos sucedidos en Long Island: «Toda suerte de relámpagos destellaron desde la torre y los polos. El aire se llenó de cegadores rayos eléctricos que parecían salir disparados hacia la oscuridad en alguna misteriosa misión.» Tesla, desesperado, enviaría profusas cartas a J.P. Morgan, esta vez suplicándole nuevas concesiones económicas: «[…] Desde hace un año, señor Morgan, rara es la noche en la que mi almohada no se ha empapado en lágrimas.» Al final, viendo rechazadas todas sus peticiones y en un ataque de ingenua sinceridad, le confesó al inversor su idea de transmitir inalámbrica y gratuitamente la energía a escala global. Esperaba así obtener los fondos suficientes para convertirlo en una realidad tangible, pero Morgan, que para entonces se proponía cablear todo Estados Unidos, vio peligrar su monopolio y le retiró la financiación definitivamente.
Pese a su fracaso en Long Island, la Waltham Watch lo contrató en 1906 para construir el primer y único indicador de velocidad que funcionaba por fricción del aire. El velocímetro, que se utilizó en coches de lujo, Pierce-Arrow, Packard, y Lincoln fue oficialmente patentado por Tesla una década después. Sus éxitos menores con esto y las turbinas sin aspas no fueron suficientes para hacer frente a las deudas que lo aquejaban desde el abandono de la torre, y ese mismo año The New York World publicó un destructivo artículo exponiendo los apuros financieros del inventor, que se declararía en bancarrota. Pero Tesla no se amedrentaba; la Torre Wardenclyffe se destruyó definitivamente el verano de 1917 para paliar las deudas que contrajo en el Waldorf Astoria –donde vivió casi veinte años– y amparado únicamente por su trabajo, comenzó a desarrollar otros inventos. La prematura muerte de John Astor IV en la tragedia del RMS Titanic –propiedad de J.P. Morgan– acabó con las pretensiones de Tesla, que en 1908 preparaba junto a su mejor inversor, y posiblemente el que mejor lo comprendía, un aeroplano completamente diferente al que se conocía hasta entonces. Siempre a la vanguardia, patentó en los años veinte su genuino biplano de despegue y aterrizaje vertical, pero una vez más no pudo verlo hecho realidad por falta de fondos. Hubo que esperar más de cuarenta años hasta la aparición de los primeros modelos Harrier, los únicos que tuvieron éxito comercial.
Tesla, un héroe moderno
Es difícil desprenderse de la ternura al escribir sobre él; el inventor que se proclamó contrario a la pena de muerte en 1902, poseedor de un alma tan sensible como la de un pintor, que se sintió inspirado por el talento de su madre analfabeta y emigró para rozar las estrellas. Tesla pasaría sus últimos días confinado en el Hotel New Yorker, recibiendo un sueldo de 125$ como consultor de la Westinghouse –que pagaba además su alquiler– y dedicado casi exclusivamente a teorizar. Tras su muerte en 1943 y mientras el FBI requisaba todo cuanto había en la habitación 3327, barras y estrellas vistieron la mitad de su ataúd. La otra mitad quiso honrarla Yugoslavia, y ambas banderas lo arroparon en un funeral de Estado al que asistieron 2.000 personas. Así, el país que tanto había amado y que lo adoptó en 1891, lo reconocía para siempre como a uno de sus mejores hombres.
Si bien Nikola Tesla nunca se alzó con el Nobel, y solo una vez –en 1937–, el Comité lo nominaría, es su nombre el que fue laureado en 1960 por el SI –Sistema Internacional de Unidades–. La densidad del flujo magnético se mide desde entonces en teslas (T); un reconocimiento científico mucho más relevante que poseer un galardón a menudo controvertido. Pero además, Tesla vive a través de sus inventos y ahí radica su triunfo.
La energía eléctrica inalámbrica actual es deudora de sus ideas y patentes. Como Nikola Tesla hace más de cien años, el director ejecutivo de WiTricity, Eric Giler, realiza espectaculares demostraciones de las múltiples facilidades que ofrece la energía inalámbrica, frente a un público que aplaude atónito la posibilidad cada vez más cercana de cargar su móvil, el coche o un marcapasos sin necesidad de cables y en casa. Más tardará en fructificar el proyecto de los hermanos Plekhanov, dos físicos rusos que han rescatado las patentes de Tesla y quieren continuar el sueño del visionario serbo-estadounidense: construir una nueva torre de transmisión financiada través de crowdfunding. La campaña de recaudación finalizó en 2014 sin demasiado éxito, pero dibuja igualmente un panorama alentador.
No solo el mundo científico se pliega ante Tesla; más recientemente la cultura pop se ha propuesto redescubrirlo. Desde la película biográfica El Secreto de Nikola Tesla, estrenada en los años 80 –y en la que Orson Welles aparecía brevemente representando el papel de J.P. Morgan–, hasta El truco Final (el prestigio) van casi treinta años. No importa; su figura sigue siendo incombustible, y son muchos los que ya enarbolan sin complejos banderas teslianas, convirtiéndolo en un paladín del futuro. La fama de genio excéntrico lo ha convertido en un fenómeno fan, y cuenta ya con su propio género de ciencia ficción –el Teslapunk, derivado del Steampunk– que postula una realidad alternativa. Videojuegos como The Order 1886 o Teslagrad rescatan la memoria de sus inventos, y se han escrito decenas de libros y cómics en los que es protagonista directa o indirectamente. Relámpagos, del francés Echenoz o Atomic Robo –de los americanos Clevigner y Wegener– son solo algunos ejemplos.
Su legado reposa en el Museo Nikola Tesla de Belgrado, gracias a la acción incansable de su sobrino por recuperarlo, pero también lo hace en todo aquel que crea en la tecnología como una forma de progreso humano. Así, sigamos el ejemplo de Tesla; hagamos caso a las palabras de Kafka: «No cedáis; no bajéis el tono, ni tratéis de hacerlo lógico, no editéis vuestra alma de acuerdo a la moda. Mejor, seguid sin piedad vuestras obsesiones más intensas», y el Mundo seguirá avanzando. Pero sobre todo, no lo olvidemos; es la bella locura de Tesla la que sigue iluminándonos.
Diagonal
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