lunes, 22 de agosto de 2016

Cotard inverso

Entre las listas y enumeraciones que tan de moda están en Internet (ignoro por qué a los lectores les gustan tanto), es común encontrar la de las diez enfermedades mentales más raras. Y entre ellas siempre suele citarse el síndrome de Cotard. Descrito por primera vez por el médico francés Jules Cotard en una conferencia en el Paris de 1880, sus síntomas son enormemente curiosos. La paciente Mademoiselle X era una mujer de 43 años de edad que se presentaba a sí misma como una especie de zombi. Afirmaba haber perdido gran parte de sus órganos, quedándole solo la piel y los huesos propios de un cadáver (por lo que no veía la necesidad de nutrirse ¿Para qué?). Se veía a sí misma como un alma en pena, alguien incapaz de morir por medios naturales. Únicamente si la quemaban, el fuego purificador podría terminar con su vida.
Otro paciente famoso fue Graham de 48 años, quien se despertó un día afirmando que había muerto. Ocho meses antes había intentado suicidarse (sufría una depresión severa, trastorno que suele ir asociado al Cotard) introduciendo un cable eléctrico en la bañera y ahora sostenía que ese incidente la había frito el cerebro y que, por lo tanto, estaba muerto. En el hospital decía a los médicos que era absurdo que le diesen medicamentos pues no tendrían efecto alguno en un cerebro muerto. Afirmaba haber perdido el olfato y el gusto. No sentía la necesidad de comer, de comunicarse ni de hacer nada de nada. Incluso dejó de fumar sin problema alguno. Decía encontrarse en una especie de limbo, en un estado entre la vida y la muerte. Solía visitar el cementerio local ya que allí decía estar lo más cerca posible de una muerte que anhelaba pero a la que creía no poder llegar nunca.
El neurólogo belga Steven Laureys observó mediante PET (Tomografía por emisión de positrones) el cerebro de Graham y los resultados fueron bastante inquietantes. Según Laureys nunca había observado un PET tan extraño de personas que no estuvieran inconscientes (durmiendo o anestesiadas). Graham tenía un PET con la actividad metabólica de un vegetal estando, sin embargo, completamente consciente y despierto.
Si bien, el síndrome de Cotard es una enfermedad rarísima (con muy pocos casos documentados porque, realmente, hay pocos casos) cuyas causas se desconocen, la neurología lo explica como un mal funcionamiento de áreas del cerebro relacionadas con las emociones como la amígdala o el sistema límbico. Al tratarse de una especie de depresión extrema suele tratarse con antidepresivos. Graham, después de muchos años de psicoterapia y medicación, consiguió llevar una vida independiente y relativamente normal.
Cuando percibimos el mundo, toda esta ingente cantidad de objetos expresados a partir de varias modalidades sensoriales, percibimos algo más que colores y formas. En algún (o en muchos) lugar de nuestro cerebro tiene que haber un mecanismo que nos dice si lo que vemos, además de ser rojo u amarillo, circular o triangular, es real o no.
Una de las adaptaciones más exitosas y habituales en el mundo animal es el camuflaje. Los seres vivos pronto descubrieron que mimetizarse con el entorno, que confundir los sistemas de detección de presas de sus depredadores, era una magnífica forma de seguir vivos. Fue el remoto origen del engaño, de la mentira, de lairrealidad. Entonces, la carrera de armamento darwiniana dio comienzo y a nuevas habilidades para engañar mejor se opusieron nuevas habilidades para descubrir el engaño. Quizá, como epifenómeno o efecto secundario de todos nuestros sistemas de detección de mentiras, surgió ese sentimiento cuasi-metafísico de irrealidad, de pensar que no es que los demás se camuflan o mientan, es que la realidad al completo es una mentira. Quizá es un residuo que puede llegar a ser patológico si se extiende, si no solo se dispara de vez en cuando, sino que domina al individuo.
Los cotard piensan que no son del todo reales. Si se les pregunta cómo es posible que crean eso estando sentados hablando con el psiquiatra, te responden que es extraño, pero que, en el fondo, saben que están muertos. Ellos sienten, intuyen con total evidencia que son irreales, a pesar de que la lógica racional les diga que es, a todas luces, completamente imposible. Su detector de mentiras no ha apuntado hacia la realidad sino hacia ellos mismos. El mundo puede ser perfectamente real (no viven en Matrix), pero ellos no.
En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks nos cuenta la historia de una chica llamada Christine, la cual perdió su capacidad de propiocepción: la percepción interna de su propio organismo. Christine se sentía descarnada, sin cuerpo o encerrada en un cuerpo que no era el suyo. Pasó por un infierno, pues cada vez que pretendía moverse, tenía que mirar fijamente la extremidad a mover y concentrarse un buen rato. Sus movimientos eran muy extraños y la gente que la veía por la calle la miraba como a una farsante. Al final, poco a poco consiguió valerse por sí misma y mejorar mucho su locomoción, aunque nunca recuperó la sensación de propiedad de su propio cuerpo, siguió siempre descarnada.
Christine había perdido el mapa corporal que todos tenemos en nuestro cerebro y que delimita nuestro organismo, diciéndonos qué partes de nuestro cuerpo son nuestras, haciéndonos sentir que lo son. De algún modo había perdido su yo eficiente, operativo, la sensación de unidad corporal de lo que soy. Christine no tenía síndrome de Cotard ni nada parecido pero, igualmente, sentía que su cuerpo no era el suyo, que su cuerpo no era real. También había sido condenada a un limbo, al de vivir sin cuerpo, como un alma inmaterial.  Christine también era un alma en pena.
Leí en el Blog Insostenible de Miguel García Vega acerca de un caso clínico aún más sugerente: un “cotard inverso”. El paciente, un “gallego de cincuentaytantos”, respondía a las iniciales de M.R. Cito literalmente del blog la descripción del caso:
Mientras los cotard diagnosticados hasta la fecha están convencidos de estar muertos, M.R. proclama, a quien quiera escucharle, que está vivo y activo. Los escáneres demuestran que comparte con otros cotard una actividad cerebral similar a una persona en estado vegetativo, así como una ausencia total de voluntad propia, siendo necesario que las personas de su entorno le guíen en todo momento en cualquiera de sus actividades y/o decisiones. Los médicos creen que el tener una actividad laboral de cierta relevancia pública ha llevado a M.R. al delirio de apropiarse como suyas decisiones tomadas por otras personas. Así, tal como me lo describe un miembro del equipo investigador “al contrario de otros cotard, que se creen muertos estando vivos, nuestro paciente es incapaz de admitir el estado vegetativo en que se encuentra y la ausencia total de control sobre su entorno; dicho en otras palabras y con todo el respeto, aquí el muerto se cree vivo”.
García Vega termina su artículo con la sugerente pregunta: ¿Y si padeciéramos todos de “cotard inverso”? ¿Y si todos estuviésemos muertos sin saberlo? Pensemos. Las neurociencias nos están diciendo que nuestra mente toma decisiones a partir de una gran cantidad de módulos que funcionan de modo totalmente inconsciente, que el libre albedrío es una ilusión y que nuestra consciencia es un mero noticiario de lo que pasa sin ningún papel causal en la acción. Cuando decimos que hemos sido nosotros quienes hicimos tal o cual cosa, llevándonos el mérito, ¿no estamos, en el fondo, haciendo lo mismo que M.R.?
Esto nos hace reflexionar sobre la misma definición de enfermedad mental y su posible finalidad evolutiva. Pensemos en un primate sin capacidad para agenciarse como suyas sus propias acciones. Su consciencia sería algo así como un pasajero que ve una película sin poder intervenir. Supongamos que sufre una mutación genética que le hace tener el delirio de pensar que sus acciones son suyas, que él tiene poder real de decisión.  Supongamos que ese delirio le da una ventaja adaptativa… Imaginemos, por seguir con el ejemplo tonto, que ese delirio les otorga más seguridad en ellos mismos, lo cual los hace irresistibles a los ojos de las hembras. Ya está: cotard inverso extendido por toda la especie. Monos delirantes más adaptativos que los monos cuerdos.
Y entonces, rizando más el rizo, llegamos a la última cuestión: ¿No estarían entonces los cotard normales más cuerdos, con una visión de la realidad más certera, que nosotros, los cotard inversos?
Imagen: La señora del francés Angel Roy.
Addendum del 21-8-2016 (un día después): A mí me parecía que un “gallego de cincuentaytantos” (tiene 61) con un cargo público relevante que responde a las siglas M.R. sería desenmascarado rápidamente. Sin embargo, a mi mujer no se lo parece y creo que tiene razón. El tono del artículo es muy serio y, a falta de precedentes bromistas, uno no tiene por qué caer. Así que alerto a lectores que todo se trata de una continuación de la broma comenzada en su blog por García Vega. Me pareció buenísimo que nuestro querido presidente fuera un cotard inverso y, además, me gustaba jugar con la idea de que, precisamente, el hombre con mayor responsabilidad pública de nuestro país fuese un enfermo mental.
Así que, cuidado, no quiero introducir una mentira en la red que otros citen sin ser conscientes. Los demás casos,Mademoiselle X y Graham, son totalmente ciertos.

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