Jot Down para Ayuntamiento de Madrid
Como surfistas de pelo oxigenado y sonrisa diamantina, estamos surcando una ola de revival audiovisual de los ochenta. Desde Stranger Things hasta Cuéntame, desde la banda sonora de Drive hasta la aún no estrenada Sing Street, no hay mes o incluso semana en que las pantallas no nos disparen un pedazo de la peculiar imaginería visual ochentera. Peinados absurdos, maquillajes desafiantes, hombreras, camisetas ceñidas, shorts todavía más ceñidos, mallas de colores ajenos al espectro visible, mechas, bigotes, cigarrillos por doquier, radiocasetes ciclópeos, monopatines raquíticos y muchas, muchísimas bicicletas. Bicicletas de paseo, bicicletas de bicicross, bicicletas urbanas, de carreras, nuevecitas y destartaladas.
Sin embargo, hay algo que el revival parece haber olvidado: la cultura del coche. La furgoneta-tanque de El equipo A, el socarrón KITT de Michael Knight o los deportivos que conducía Sonny Crockett en Corrupción en Miami, casi tan horteras como su vestuario, poblaban pósteres y forraban carpetas por los colegios e institutos de todo el mundo. Aunque la cosa no es exclusiva de los ochenta, claro. La cultura audiovisual ha pasado muchas décadas colocando al coche como objeto de deseo —y a veces protagonista— de sus productos. El tragacombustible rojo deStarsky y Hutch, la hipertecnológica navaja suiza rodante de James Bond y hasta el simpático Herbie de la Walt Disney Company. Todos queríamos tener un coche. Todos queríamos tener el coche más molón.
Ya no. Porque ya no es un reclamo. Porque el coche está dejando de ser un objeto necesario.
Obsolescencia y embudo
El arquitecto Pedro Burgaleta solía atribuir a Martin Heidegger (de manera muy probablemente apócrifa) una de las metáforas más interesantes sobre la obsolescencia y el prototipo. En ella, la civilización es un embudo flotando sobre un desagüe en medio del campo de las invenciones. Cuando la civilización necesita algo, una invención aparece por los bordes del embudo en forma de artefacto imperfecto, de prototipo. A medida que la sociedad va aceptando el artefacto, este se va depurando y modificando hasta encontrar la forma más adecuada y, a su vez, modifica a la propia sociedad. Sin embargo, el recorrido del objeto no es eterno; tiene un final inexorable en el centro del embudo. Cuando la civilización ya no lo necesita, lo declara obsoleto y lo expulsa desde dentro. Ha sucedido con todo. Con la imprenta de Gutenberg, con las armaduras de acero, con los clavicordios y con los limpiabotas. Y ha comenzado a suceder con los coches.
Hace un año, Paulo Mendes da Rocha afirmaba en una entrevista que «En el fondo, lo que se está discutiendo es la estupidez del automóvil». El arquitecto brasileño se refería a los insostenibles tiempos de desplazamiento que se producen en São Paulo, pero su reflexión sería aplicable a casi cualquier gran ciudad del mundo. En efecto, al menos en entornos urbanos, el coche privado ya no es útil. Es un obstáculo.
Solemos pensar que los atascos se producen por circunstancias sobrevenidas al tránsito: cruces, semáforos estropeados, accidentes. Pero en realidad, la causa fundamental de las congestiones es el volumen de vehículos. Y su consecuencia más evidente son los llamados atascos fantasma; esto es, ralentizaciones y paradas del tráfico cuyo origen no está en ningún elemento físico sino en pequeños frenazos que, por adición, van acumulándose coche tras coche, como ondas, hasta provocar un colapso. El primer automóvil no lo nota, el segundo apenas decelera un par de km/h, el tercero ya casi tiene que pisar el freno. Veinte coches después, el tráfico está completamente detenido. Y los coches parados siguen consumiendo combustible, expulsando gases y desquiciando a sus conductores.
No se trata solo de los automóviles aumenten la contaminación atmosférica a niveles a veces catastróficos, es que los coches son un obstáculo físico y real para la salud mental de quienes viven en las ciudades. La peculiar psicología estúpida del ser humano no interioriza la catástrofe si no es inmediata, así que nos ha costado mucho —demasiado— darnos cuenta del horror medioambiental que producen los tubos de escape; sin embargo, nuestro cerebro se entera cada día de lo insufrible que supone conducir en una urbe atestada de tráfico. En agosto de 2015, un equipo de investigadores de la Université McGill de Montreal publicó un informe sobre el tipo y la cantidad de estrés que soportaba una persona en función de su medio de transporte urbano. Tras encuestar y estudiar casi cuatro mil casos, las conclusiones fueron tan esperadas como concluyentes: cualquier cosa es menos estresante que el coche privado. Y eso que el estudio se realizó en Canadá, cuyos inviernos no son precisamente suaves.
En este punto cabe preguntarse si nos estamos dando cuenta de una vez. Si el mundo está respondiendo a las consecuencias nocivas del abuso del automóvil privado. Bueno, Canadá nos parece un país muy civilizado en este aspecto y, paseando por ciudades del norte de Europa como Viena, Ámsterdam o Copenhague, comprobamos que el coche es un medio casi secundario en favor del transporte público y la bici. Pero es que incluso en Estados Unidos, una nación profundamente enamorada de la cultura automovilística, se están comenzando a producir cambios.
En 2014, la organización no gubernamental norteamericana US PIRGs (United States Public Interest Research Groups), elaboró un informe sobre las millas recorridas por los coches particulares estadounidenses cada año. Ya en el primer párrafo aparecía un indicador decididamente significativo: «El Driving Boom se ha acabado». Porque, según los resultados del estudio, tras más de seis décadas de progresivo aumento, el kilometraje había experimentado un retroceso aproximado del 10% anual per cápita en los últimos ocho años. Se podría argumentar, y con razón, que este descenso podría estar provocado por la crisis económica, el aumento en los precios del combustible y del mantenimiento del coche; pero obviaríamos una componente probablemente más decisiva: el cambio en la relación y la conciencia social.
La sociedad contemporánea vive inmersa en una cierta cultura de la salud que se ha manifestado no solo en el advenimiento del running o los gimnasios low-cost, sino también en la gradual ampliación de los medios de transporte público y/o alternativo. Estas actividades relacionales se solapan con la implantación masiva de internet, que está supliendo gran parte del contacto real, tanto social como laboral, con relaciones digitales. Lo cual afecta, lógicamente, a la población más joven. En este sentido, la Universidad de Michigan publicó otroestudio donde cuantificaba el número de licencias de conducir expedidas en los Estados Unidos. En los últimos treinta años, el porcentaje de estadounidenses de dieciocho años con carnet de conducir había descendido un 25%, desde el 80.4% hasta el 60.7%. Esto es extraordinariamente revelador, primero porque el descenso es sostenido y no depende de la crisis económica (en 2008 ya era del 19%), y en segundo lugar porque refleja la decadencia de la cultura del coche. Si en 1983, uno de cada ocho jóvenes norteamericanos tenía coche, en 2013 hay un 40% que no lo necesita y, lo que es más relevante, tampoco lo quiere.
La remodelación de la ciudad
Como ya hemos dicho, las invenciones nacen en estado de prototipo y, según avanzan hacia el centro del embudo, se van depurando y modificando. Pero a su vez, también modifican el propio embudo. Pocos objetos han cambiado más la estructura social y física de la civilización que el coche. Obras maestras de la arquitectura como la Villa Savoye de Le Corbusier se modelaron de acuerdo al coche, capitales enteras como Brasilia se trazaron pensando en el coche. Carreteras, anchos de calles y de aceras, circunvalaciones, viaductos, túneles. La ciudad del siglo XX se construyó para el automóvil. ¿Qué va a pasar cuando ya no sea el centro del pensamiento urbano?
Los cambios no serán inmediatos pero llegarán porque tienen que llegar. Atendiendo a las conclusiones delpaper que la Universidad de Lund presentó hace dos años, los medios de transporte alternativos al coche favorecen el crecimiento del denominado capital social. En sus propias palabras «[…] el elemento que mantiene a las sociedades unidas y sin el cual no puede existir crecimiento económico ni bienestar humano», y añaden «el transporte en coche está asociado con peores niveles de participación social y confianza general». El argumento es que, si los habitantes necesitan horas para desplazarse en coche, viéndose sometidos además a altas cotas de estrés, la ciudad se convierte a su vez en un obstáculo para el desarrollo social y también económico. Así, las políticas municipales y el propio planeamiento urbanístico se convierten en herramientas fundamentales para mejorar las condiciones de vida en todos los ámbitos.
Es posible que los vehículos eléctricos y autopilotados sean capaces de acabar con los atascos de tráfico, pero desde luego serán muy distintos a los actuales porque ya no tendrá ningún sentido presumir de velocidad o de estatus, porque ya no seremos nosotros quienes los conduzcan. La tecnología hará que los coches cambien en su propia naturaleza. A los que los necesiten, les servirá con coches autoconducidos posiblemente de alquiler o propiedad pública o semipública.
Sin el coche particular, las ciudades del futuro no tendrán nada que ver con las actuales y es muy difícil saber cómo serán exactamente, pero ya están empezando a cambiar en el presente. Si en los ochenta eran frecuentes los calendarios con un chulazo o una señorita en bañador junto a un deportivo, ahora las bicis son un reclamo incluso estético. Las vemos rodando por nuestras calles pero también colgadas en tiendas, bares y restaurantes, tengan o no que ver con la afición ciclista. Ya hemos nombrado a Ámsterdam o Viena, pero es que el centro de Oslo planea prohibir los coches para el año 2019, Londres tiene el tráfico restringido desde hace años y hasta Nueva York o Bogotá han iniciado políticas para fomentar el transporte alternativo y disuadir el uso del automóvil particular.
Y también Madrid. Cuando, dos décadas atrás, alguien pensaba en desplazarse por Madrid en bicicleta, le acusaban de poco menos que loco. Que si las cuestas, que si las aceras, que si el humo y el tráfico. En cambio ahora se puede pedalear —y pasear y correr y jugar— por Madrid-Río, uno de los parques urbanos más brillantes del mundo, cuyo objetivo inicial no fue otro que enterrar literalmente al coche. A fecha de hoy, gran parte del casco histórico de la capital es totalmente peatonal y el que no, está reservado a residentes. Los carriles-bici abundan en los barrios de nueva creación e incluso se están implantando paulatinamente por todas las calles de la ciudad en forma de bicicarril de uso mixto, y el propio servicio BiciMAD que, como todos los prototipos, tuvo unos inicios renqueantes, disfruta de un resultado sorprendentemente notable.
La Celeste es la fiesta de la movilidad sostenible que propone el Ayuntamiento de Madrid. Del 16 al 22 de septiembre tendrán lugar festivales, peatonalizaciones, rutas, exposiciones, talleres o juegos para conseguir un Madrid más respirable, más vivible, más habitable… En definitiva, más sano.
El día 17, el Festibal con B de Bici celebra su octava edición invitando a pasar el día con la bici mientras actúan Petit Pop,Los Candeleros, Mihassan, Papaya, Los Chicos, Terrier o Ajo y Judith Farrés.
Park(ing) Day, el viernes 16, y Pasea Madrid, domingo 18 de septiembre, demostrarán que por donde no pasan coches pasan otras muchas cosas. Plazas de aparcamiento que se convierten por un día en huertos, en bibliotecas o en mesas de ping-pong. El Paseo del Prado y Recoletos transformados en la calle peatonal más grande del mundo.
Y el 22, cerrando la semana, el Día sin Coches, para poder mirar un poquito al futuro. Porque tampoco sabemos con seguridad cómo será el Madrid del futuro pero sí sabemos que, bajándonos de nuestro coche, compartiéndolo, viajando en tren, en metro o en bus, montando en bici o sencillamente caminando, podremos mirar hacia arriba para ver que la boina ya no es tan negra. Quizá entonces descubramos una de las cosas más bonitas que tenemos: el cielo de Madrid.
por Pedro Torrijos / Jotdown
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