Si hay vida después de la muerte es una pregunta o reflexión que no ha estado reservada únicamente al terreno religioso. Filósofos, escritores y cualquier mortal se han planteado este interrogante tan simbólico, y no por ello, exento de cientificidad. De hecho, los investigadores también han indagado en esa idea que persigue a la humanidad desde que tenemos conciencia.
Los últimos hallazgos sobre la materia apuntan a que hay algo de luz al final del túnel. Un equipo de la Universidad de Washington halló un grupo de genes que continúan «vivos» (dicho con precisión, activos) después de la muerte. Partieron, sin embargo, de una hipótesis menos trascendental: poner a prueba una herramienta que habían diseñado para medir la actividad genética.
El equipo de investigación, liderado por el microbiólogo Peter Noble, analizó más de 1.000 genes en tejidos de peces cebra y ratones y descubrió que algunos de ellos vivían incluso hasta cuatro días después del deceso en el caso de los peces y dos días en el caso de los roedores.
Lo más interesante del estudio, publicado en la revista científica «Science», es que algunos genes no sólo viven más tiempo sino que llegaban incluso a aumentar la actividad después de la muerte. Es el caso de los genes asociados al desarrollo embrionario. Estos, según lo que se sabía hasta el momento, dejan de «funcionar» cuando cumplen su «tarea», es decir, en el nacimiento. Así, permiten que las células empiecen a diferenciarse y constituyan todas las partes que componen nuestro organismo.
Una de las explicaciones a su actividad post mortem es que la condición celular de una persona recientemente fallecida es similar a la de un embrión. Sin embargo, no se descartan otras implicaciones de estos genes que explican por qué siguen vivos al producirse el deceso: «Este equipo podría haber descubierto, aunque es una especulación, que estos genes tienen otra funcionalidad. Si estaban “dedicados” a la diferenciación celular, puede que en otro momento, en este caso al producirse la muerte, se activen por darse una situación de fuerte estrés, como es la muerte, a modo de salvavidas, ralentizando la pérdida de funcionalidad total del organismo», señala Nicolás Jouve, catedrático emérito de Genética de la Universidad de Alcalá y miembro del Comité de Bioética de España.
Los genes «soldados»
Esta función de defensa responde -como señala Jouve-, a una reacción natural del cuerpo cuando hay una invasión o presencia de un elemento extraño en el organismo. En este caso, el cuerpo se «defiende» ante la muerte. «Tenemos un sistema inmunológico, de defensas que actúa incluso cuando se produce el fallecimiento. Es posible que la pérdida de funciones que se va desencadenando en el cuerpo haga que se disparen genes como una especie de mecanismo de salvación celular. Es una defensa natural que actúa, por ejemplo, cuando recibimos una radiación ultravioleta o de rayos X e intentan evitar el daño a nuestro ADN».
Si bien este estudio «es raro», tal como indica a «Science» el farmacólogo molecular Ashim Malhotra de la Universidad Pacífico, de Oregon, Estados Unidos, la realidad es que no solo ya había constancia de actividad genética después de la muerte en unos pocos genes, sino que se da por hecho que el organismo «no se apaga» de forma inmediata al morir.
Como explica Jouve, los seres vivos no somos máquinas. Hay órganos que se paran antes y otros después pero en ningún caso se trata de un proceso automático. En cuanto cesa la actividad neuronal, que es lo que se admite como mejor criterio para dictaminar la muerte, hay células que siguen funcionando durante un tiempo y con algo de actividad, «casi como si fuera por inercia».
Los investigadores descubrieron que hay genes asociados al desarrollo del cáncer que siguen activos. Según Noble, esto podría explicar por qué las personas trasplantadas tiene riesgo de desarrollo de tumores malignos.
El director de la Organización Nacional de Trasplantes ONT, Rafael Matesanz, afirma que «es un trabajo interesante pero que de momento no se puede extrapolar al fenómeno de los trasplantes, aunque abre caminos interesantes». A su juicio, el desarrollo del cáncer de los trasplantados tiene ya una explicación clara y son los medicamentos inmunosupresores, es decir, los empleados para combatir el rechazo al nuevo órgano. Sin embargo, no descarta que el estudio pueda dar lugar a una nueva hipótesis.
«Los inmunosupresores son cancerígenos, y estos medicamentos no solo se usan en trasplantes, también en el caso de enfermedades reumáticas, y esa la explicación a la incidencia del cáncer. Pero ello no quita que la actividad genética después de la muerte abra caminos no transitados aún», detalla Matesanz.
El experto matiza que, si bien se realizan trasplantes de personas recientemente fallecidas, «el que está muerto es el donante, pero no el órgano». La clave del trasplante, señala, está precisamente en la vida de ese órgano al que se lo mantiene a bajas temperaturas para frenar su metabolismo y que aún sigue vivo pese a la muerte cerebral del paciente.
«Estos genes asociados al cáncer que siguen funcionando se ha observado en órganos que se mueren; la nueva puerta sería descubrir que estos mismos genes también se disparan en órganos vivos, aún cuando el paciente ha fallecido», apunta Matesanz.
En la Medicina forense
Aparte de los trasplantes, otra importante consecuencia de este hallazgo es su aplicación en el campo de la medicina forense, para saber, por ejemplo, en qué momento exacto se ha producido la muerte.
«Hay genes que se regulan por ritmos circadianos (alrededor de un día) y al morirnos se pierde esa regulación por lo que estos genes con activación post mortem podrían servir para determinar la hora de la muerte. Sin embargo, hay que tener en cuenta que hablamos de un estudio, actualmente no es una técnica en uso», explica José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología Criminal y Forense de la Universidad Politécnica de Valencia y autor de la «Ciencia en la sombra».
La tarea pendiente para Noble y el resto de investigadores es averiguar qué otros genes pueden activarse, ya que este estudio solo indaga en algunos. «Desde luego no se descarta que los equipos de investigación descubran nuevos genes que puedan despertar», apunta Jouve. «Lo novedoso de este estudio es que describe por primera vez aquellos genes que se activan después del fallecimiento aunque también es cierto que puede haber genes que se activen sin tener necesariamente que desempeñar un papel relevante», matiza Mulet.
En cualquier caso, y aunque estas investigaciones abren de alguna manera la puerta a pensar que hay vida después de la muerte, nada indica que la actividad genética post mortem nos lleve a posibilidad de vida «en el mas allá». «No varía lo que puede ser el concepto de lo que es la muerte, es decir, la paralización total de la actividad cerebral al margen de que la “máquina” se vaya apagando lentamente», concluye Jouve.
Si hay vida después es una pregunta que siempre estará ahí, sobre todo en los casos de pacientes terminales. «Los enfermos moribundos, independientemente de sus creencias, piensan o no en el después de la muerte. Esto les reconforta a unos y les da miedo a otros», cuenta Jacinto Bátiz, jefe de área de Cuidados Paliativos del Hospital San Juan de Dios de Santurce (Vizcaya). Aún así, apunta Bátiz, este estudio «confirmaría una vez más que habría que tratar con dignidad el cuerpo una vez fallecido».
ABC
No hay comentarios:
Publicar un comentario