sábado, 21 de noviembre de 2015

El color que vino de más allá del mar


Qué bendición hay en lo azul. Nunca imaginé que lo azul pudiera ser tan azul.
Vladimir Nabokov. Risa en la oscuridad (1989)
“Madonna de Alba” de Rafael
Más allá del océano Índico. Más allá del mar Caspio. Más allá del mar Negro. De un lugar tan remoto procedía el color más caro de todos los tiempos, un color cuyo coste superaba al del propio oro. Un color ultramar («más allá del mar») que solo podía obtenerse tras triturar y reducir a polvo una piedra semipreciosa semejante al mármol llamada lapislázuli.
Este polvo azul, que bien podría figurar en un grimorio de fantasía, se llamaba ultramarino porque era tan raro como el polvo de hadas. Y, en cierto modo, con este polvo se podían obrar encantamientos, pues las pinturas a la acuarela, al temple y al óleo adquirían gracias a él unas tonalidades feéricas nunca vistas con anterioridad. Por ejemplo, con este azul podías plasmar el cielo de una forma extraordinariamente sugestiva (las motas de pirita que hay en lapislázuli a menudo han sido comparadas con estrellas en el cielo, y «lázuli», etimológicamente hablando, procede de un viejo termino árabe «allazjward», que significa paraíso, cielo o simplemente azul).
Lapislázuli. Polvo ultramarino. Azul ultramar. Así de abradacabrantes eran aquellos elementos que venían de otro mundo, más allá de los mares conocidos. Y, con esos elementos, los artistas de la época fascinaron al mundo con un color que era más luminoso que cualquier otro. Un color que hoy en día aún se produce y se comercializa para los amantes de los pigmentos históricos.
La casa Kremer Pigmente, con sucursales en varias ciudades alemanas, por ejemplo, dispone de azul ultramarino de la mejor calidad a 165 euros los diez gramos. Un precio ciertamente prohibitivo, pero mucho más asequible que en épocas pretéritas: no en vano, Miguel Ángel no pudo concluir una de sus pinturas, El santo entierro, debido al alto coste del color. Durero llegó a vender obras de arte a cambio de unos treinta gramos de pigmento. Y Vermeer endeudó a su familia de por vida debido a su obsesión por aquel color. Como toxicómanos del arte con la razón nublada por unos gramos de ultramar. Una adicción cromática fortuita de resultas de la evolución de nuestros ojos: las aves, por ejemplo, perciben muchos colores, pero no el azul. Tampoco algunas personas, como las que sufrentritanopia o dicromacia azul.
El azul, como el resto de colores, son ilusorios: la luz visible está constituida por una longitud de onda variable, y la visión del color está impuesta sobre esta longitud de onda por las células fotosensibles de la retina. Sin embargo, el azul ultramar es capaz de embriagar tus sentidos, pues solo así puede explicarse tanto afán por encontrarlo y dominarlo, como quien domina un conjuro.

La búsqueda de la piedra azul

Los pigmentos naturales pueden obtenerse de plantas, de tierras o de minerales. Uno de esos minerales fue el lapislázuli, que se extrajo durante siglos de un único lugar en todo el mundo: las canteras de Badakhshan, situadas en la actual Afganistán. Marco Polo visitó estas canteras en 1271, asombrado por lo que vieron sus ojos: «Aquí hay una montaña de la que se extrae el mejor y más fino azul». Durante largo tiempo, se creyó que esta piedra semipreciosa contenía oro, pues su azul profundo, sin transparencias, tenía vetas blancas y motas doradas. Sin embargo, esas motas no eran oro, sino pirita, un mineral sulfuroso, a la sazón las estrellas que parecen brillar en algunos cielos pintados con azul ultramar.
apislázuli de Afghanistan
El lapislázuli no es muy duro (5-6 en la escala de Mohs), pero el procedimiento para convertirlo en un color era arduo y delicado. Muchas de las técnicas empleadas para ello no han llegado hasta nosotros, aunque una de las más elementales consistía en que, tras ser reducido a polvo en un mortero, el lapislázuli se introdujera en unos depósitos de cera fundida con aceites y resina de pino. El procedimiento generalmente se frustraba, dando como resultado un apagado polvo gris azulado,lo que malograba todo el lapislázuli obtenido.
Así pues, tanto por la escasez de lapislázuli como la pulcritud exigida para llevarlo hasta la paleta del pintor, este azul, tan noble como la sangre azul de los monarcas, empezó a ser un color codiciado por muchos artistas europeos de hace cinco siglos. Hasta entonces, ese tono de azul jamás había lucido en Europa, solo en pinturas de templos zoroastrianos y budistas de las cuevas en Afganistán que datan de los siglox VI y VII, pues quedaban próximas a las fuentes primigenias de lapislázuli. Cleopatra levaba lapislázuli en polvo como sombra de ojos, y los egipcios la usaron para muchos amuletos y ornamentos, como el que queda incrustado en la famosa máscara funeraria del rey Tutankamón, de 3500 años de antigüedad.
Así era el marchamo del azul ultramar. Por ello, en cuanto en una obra pictórica se distinguía alguno de sus trazos, la pintura adquiría inmediatamente la categoría de objeto de lujo, y de hecho cuanto más pigmento azul contenía más valiosa se consideraba la obra. Porque el azul ultramar era el azul perfecto, la quintaesencia de lo azul, la simbología del color divino (por ello el color fue generalmente restringido a las vestiduras de las imágenes de Cristo o de la Virgen María).
Con todo, de azul ultramar había de distintas calidades: cuanto más luminoso, más caro resultaba. Y también hubo no pocos artistas que recurrieron a imitaciones, a riesgo de arruinar para siempre su reputación, como el azul añil. Otras veces se daban las primeras capas de azul con azurita (un mineral azul derivado del cobre) y luego se las recubría con ultramar. Por ejemplo, el turbante de La joven de la perla, de Vermeer, está pintado con una mezcla de azul ultramar y blanco plomo, con un fino esmalte de ultramar puro por encima.
“La joven de la perla” de Jan Vermeer

La búsqueda de la imitación perfecta

El azul ultramar más noble que podemos hallar en el arte europeo es el de las miniaturas de Las muy ricas horas del Duque de Berry, una serie de pinturas al temple sobre pergamino de los hermanosLimburg que se llegaron a encuadernar como un libro. Incluso a día de hoy, el azul que impregna las escenas bíblicas, la vida cortesana y las hojas de calendario con motivos astrológicos, concebidos como objetos sumamente suntuosos en la época, no han perdido en absoluto su luminosidad.
Sin embargo, el uso de un pigmento tan escaso producía no pocos quebraderos de cabeza a los artistas. En 1508, por ejemplo, las obras de Durero eran tan caras que nadie podía adquirirlas: solo las llegó a vender en los mercados a cambio de algo más valioso que el propio oro: unas pocas onzas de más azul ultramarino. Tal y como escribe la profesora alemana de teoría de la comunicación y psicología de los colores Eva Heller, en su libro La psicología del color:
Durero cambió obras de arte valoradas en doce ducados (equivalente a 41 gramos de oro) por 30 gramos de azul ultramarino. Hoy el oro hace tiempo que no es tan caro como en la época de Durero; si se piensa en la gran necesidad de oro que había entonces para acuñar monedas y en la escasa producción de este metal, el precio equivaldría, lo menos, a diez veces el precio actual del oro.
Esta preocupación por los costes astronómicos del azul ultramarino condujo a los químicos a buscar una alternativa más terrenal: una imitación sintética. En 1826, la Sociedad para el Fomento de la Industria Nacional de Francia ofreció una recompensa de seis mil francos a cualquiera que lograra tal hazaña.
Se presentaron casi simultáneamente Jean-Baptiste Guimet, un químico francés, y Christian Gmelin, un profesor alemán de la Universidad de Tübingen. El procedimiento pasaba por hornear una mezcla de arcilla, azufre, sosa cáustica y carbón. Guimet se llevó el premio, siendo también el primero en producir industrialmente este pigmento en 1828, aunque manteniendo en secreto la elaboración. Ese mismo año, Gmelin, en Alemania, publicó su propio procedimiento. El comité resolvió concederle el premio a Guimet, para gran disgusto de la alta burguesía alemana, y el azul artificial, en un alarde chauvinista, se acabaría conociendo como «azul ultramar francés».
En 1870, el azul ultramar sintético se convertía así en el azul estándar de los pintores, apareciendo con particular insistencia en las paletas de los impresionistas, como en ese día lluvioso de Renoir enLos paraguas o el fulgor del Trigal con cipreses de Van Gogh.
“Los paraguas” de Pierre-Auguste Renoir

Esquivo e imperfecto

El color azul, uno de los colores más difíciles de obtener en la naturaleza, siempre esquivo y costoso, se conquistaba en una de sus nuevas tonalidades. Primero fue en 1704, con la síntesis del Azul de Prusia. Más tarde, en 1806, con el azul cobalto. Y, finalmente, el ultramar producido en laboratorio.
De hecho, ya fuera por su dificultad para obtenerse en la naturaleza, o porque culturalmente nunca fue un color muy importante, el azul siempre se mostró escuálido en todas las artes. Homero nunca escribió en La Odisea que el mar fuera azul, sino de color del vino. Tampoco en las cuevas de Altamira hallamos el azul. Como sostiene el lingüista e investigador de la Universidad de Manchester Guy Deutscher, el azul siempre ha aparecido más tarde en la evolución de los idiomas. Es más fácil que aparezca una palabra que designe el color rojo que el azul en cualquier lengua, tal y como señalaba en una entrevista en The Paris Review. De hecho, el azul siempre ha sido extraordinariamente raro en la historia del arte y la química, como explica Phillip Ball en La invención del color:
Es el más antiguo de los pigmentos sintéticos, y fue venerado en la Edad Media tardía como emblema de la pureza divina. Pero no figuró entre los colores primarios hasta varios siglos después que el rojo y el amarillo. Aunque alrededor de 1704 apareció un pigmento azul que constituyó el primer color artificial moderno, los pintores hubieron de sufrir la ausencia de azules de buena calidad hasta principios del siglo XIX.
En Francia se empezaría entonces a comercializar el azul ultramar a cuatrocientos francos por libra, lo que propició que rápidamente se adoptara el ultramar artificial, salvo excepciones como «aquellos artistas que lo puedan pagar, de entre los cuales se cuenta Salvador Dalí»,  escribe Antoni Palet i Casas en Tratado de pintura: color, pigmentos y ensayo. Más tarde, Yves Klein, que pintaba cuadros en los que todo era azul, patentó un azul ultramarino sintético más barato, el azul Yves Klein Internacional.
Actualmente, el azul ultramar sintético puede adquirirse por una suma que oscila entre los diez y los treinta euros, en función de su calidad. E incluso el propio lapislázuli se puede concebir sintéticamente. Pero, a pesar de todo, el azul ultramar sintético no ha logrado arrebatarle la magia al ultramar natural, pues sus reflejos feéricos residen en su imperfección, como escribe Alexander Theroux en su tríptico de ensayos Los colores primarios: «Un color puede ser demasiado puro. Los matices y colores modernos a menudo parecen horrendos, irónicamente, debido a su extrema pureza».
Los indios mexicanos huicholes incurren en errores deliberados en los huipiles, las prendas más comunes entre las mujeres indígenas, un pequeño defecto camuflado en la infinita trama que tiene por objeto no irritar a los dioses con su perfección. Sin embargo, son esas impurezas las que otorgan autenticidad y valor a tales prendas. Lo mismo sucede con el azul ultramarino. El sintético es demasiado perfecto porque no cuenta con la contaminación de otros minerales, de manera que su tono es más rico y puro. El ultramar natural, sin embargo, está repleto de minerales, como pirita (los reflejos dorados), calcita y wollastonita (veteado gris y blanquecino), así como porciúnculas de mica, haüyna, sodalita, noseana y augita, que propician que la luz se refracte de formas ligeramente distintas, como ese arrebatador fondo de Madonna de Alba de Rafael. Como si, en suma, estuviéramos ante las tonalidades de una visión de psilobicina.
Por eso no existen dos trazos iguales de ultramar natural, y ello lo torna inimitable. La perfección de la imperfección. La trepidación de usar algo raro y exótico venido de más allá del horizonte, de más allá del mar, que nos recuerda su origen con cada sutil reflejo.

Referencias:

Ball, Phillip, La invención del color, Turner, 2003.
Finlay Simmons, George, Calculus gems. Brief lives and memorable mathematics, McGraw-Hill, 1992.
Heller, Eva, Psicología del color, Gustavo Gili, 2004.
Palet i Casas, Antoni, Tratado de pintura: color, pigmentos y ensayo, Edicions Universitat de Barcelona, 2002.
Silva, Mark de, “Guy Deutscher on ‘Through the Language Glass’”, The Paris Review, 2010.
Theroux, Alexander, Los colores primarios, La Bestia Equilátera, 2013.
Sergio Parra / nextdoorpublishers.com

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