Qué hay de verdad en ese mito que condiciona la vida en pareja.
Julio os ha invitado a su casa a ver el partido. Al llegar, y mientras me da un abrazo clavándome en el pecho las cervezas que vienen conmigo, le pregunto por Sonia, su novia. “¿No va a ver el partido? ¡Si es la más madridista de todos!”. Él me explica que no, que hoy ha quedado con sus amigas y él con nosotros porque “los próximos fines de semana nos los vamos a dedicar en exclusiva el uno al otro”. “Estamos pasando por una racha rara”, dice con la cabeza baja y gesto de orgullo herido.
La reacción no se hace esperar, y antes del “¿Estás bien?” un miembro del grupo pregunta decidido lo que todos estáis pensando: “Pero, ¿seguís haciéndolo a menudo?”. Porque para la mayoría de nosotros algo como “¿la sigues queriendo?” o “¿te sigue queriendo?” u “¿os cosas en común?” son preguntas demasiado íntimas como para abrir fuego. Qué grosería. La frecuencia sexual, sin embargo, se erige como baremo perfecto para medir la felicidad del lecho amoroso. Equivocadamente o no.
La frecuencia perfecta para la felicidad en pareja es, pues, la que la pareja considere ”
Yo, que siempre he sabido alargar las pausas del café en el trabajo lo suficiente como para estar someramente informado de casi todo lo que acontece en el mundo, recuerdo el artículo de una compañera de GQ USA en el que se cuestionaba, ayudada de testimonios de chicas de su entorno, la vinculación de la felicidad de la pareja con el número de veces semanales que ambos comparten lecho. La conclusiónera era que la felicidad traía sexo y no al revés. No resulta descabellado, ¿verdad?
Para avalar su tesis, la autora Anna Breslaw se apoyó en un estudio de Carnegie Melon, que sometió a estudio a 64 parejas con diferentes frecuencias sexuales dividiéndolas en dos grupos. Al grupo A se le pidió que continuara con sus hábitos sexuales mientras que al B le solicitaron que duplicaran su rutina habitual. Lo que se decantó del experimento fue que el grupo B se sentía más cansado –quizá para esto no hacía falta estudio– y menos entusiasmado con respecto al sexo. De hecho, ya no lo veían tan divertido. La frecuencia perfecta para la felicidad en pareja es, pues, la que la pareja considere.
Pero, ¡ay!, el problema comienza cuando esto choca diametralmente con esa norma patriarcal –aceptada por muchos ellos y muchas ellas– que dice que el hombre debe estar siempre dispuesto y atento a la más mínima oportunidad. Que el sexo abundante es sinónimo de hombría y que la cantidad es preferible a la calidad.
Pero si escuchamos a nuestras amigas del sexo opuesto –que también se preocupan cuando la frecuencia cambia, como le ocurre a cualquiera con los cambios– nos daremos cuenta de que no es más que un problema social. En la intimidad de la alcoba no hace falta fingir, y tu colega, ese que abre mucho los ojos cuando Julio dice que retozaban una vez a la semana con suerte, lleva con mucha normalidad el mes en el que, por avatares del destino, de la salud, de un jefe capullo que solo da disgustos o de un padre que olvida más cosas de la cuenta, roza la abstinencia sexual.
La moraleja, por tanto, es que no estábamos tan lejos adoptando la frecuencia sexual como barómetro, pero sí muy lejos con la pregunta en cuestión. Así, ese “¿seguís haciéndolo a menudo?” no podía, de ninguna manera, resolver las dudas. ¿Qué define ese “a menudo”? Porque definitivamente no es lo mismo “voy al gimnasio a menudo” que “me tomo unas cervezas a menudo”.
Julio, por supuesto, no contestó. Quizá por elegancia, quizá porque esa norma –"la norma"– le impedía contestar que ya no eran dos animales en celo como los primeros meses sin sentirse profundamente avergonzado. Yo intenté confortarlo con una palmada en la espalda. Una palmada que, en mi cabeza, le decía que no se preocupara, que, como decía mi colega americana, la felicidad hace que queramos tener más sexo, pero que la cantidad del mismo no está ligada con nuestra felicidad. Y que vendrían tiempos mejores con noches de pasión bajo el brazo –por ese orden–. Una palmada que él entendió a la perfección pero que, al fin y al cabo, para los demás, fue solo una palmada en la espalda.
Julio, por supuesto, no contestó. Quizá por elegancia, quizá porque esa norma –"la norma"– le impedía contestar que ya no eran dos animales en celo como los primeros meses sin sentirse profundamente avergonzado. Yo intenté confortarlo con una palmada en la espalda. Una palmada que, en mi cabeza, le decía que no se preocupara, que, como decía mi colega americana, la felicidad hace que queramos tener más sexo, pero que la cantidad del mismo no está ligada con nuestra felicidad. Y que vendrían tiempos mejores con noches de pasión bajo el brazo –por ese orden–. Una palmada que él entendió a la perfección pero que, al fin y al cabo, para los demás, fue solo una palmada en la espalda.
RevistaGQ
No hay comentarios:
Publicar un comentario