lunes, 16 de enero de 2017

El fin del Estado Pontificio

Nosotros como Príncipe temporal, y mucho más como Cabeza y Pontífice de la Católica Religión, (…) pedimos (…) que se mantenga el Sacro derecho del temporal Dominio de la Santa Sede, la cual goza desde hace siglos de la legítima posesión universalmente reconocida; derecho que en el orden presente de la Providencia se hace necesario e indispensable para el libre ejercicio del Apostolado Católico de esta Santa Sede.

Gaeta, 14 de febrero de 1849[1]

Las decadencias me fascinan. Ello no quiere decir que tenga diagnosticada una enfermedad mental cuya patología consista en la recreación ante el sufrimiento. Lo que me fascina son aquellos procesos de decadencia en los que un agente histórico asiste a los estertores de su vida útil. Me ocurre desde temprana edad, con 21 o 22 años, cuando cayó en mis manos Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Edward Gibbon y, más todavía, cuando leí Historia y decadencia de Pierre Chaunu y La decadencia de Occidente de Oswald Spengler, cuyo valor historiográfico, al margen de lo político, es apenas convincente. De entre sus páginas, sin embargo, se desprende el elemento esencial en torno al cual gira un tipo de historiografía interesada en analizar el porqué del fin de las cosas, esto es, la decadencia de las civilizaciones y/o de los imperios.

Si bien los procesos de decadencia son el motivo principal por el que escribo hoy aquí, no parece ser condición suficiente para iniciar todo un discurso generalista acerca del tema. Hace uno días comencé a ver la nueva serie de Paolo Sorrentino, El joven papa, con Jude Law en el papel del ultraconservador Pío XIII, y no pude por menos que alabar su originalidad y brillantez a la hora de llevar a escena temas francamente familiares: el personalismo, la teatralidad y lo retrógrado de ciertas propuestas políticas actuales. La escena de la audiencia entre el pontífice y el primer ministro italiano condensa de manera genial la tensa historia de las relaciones entre los estados laicos y la Iglesia y, más concretamente, entre el Estado italiano y el Vaticano. En cierto momento, Pío XIII amenaza al premier con recuperar la Non expedit, es decir, la disposición que en 1868 prohibía a los católicos italianos votar en los comicios electorales, con lo que se pone sobre la mesa un tema teóricamente superado con la firma de los Pactos de Letrán en 1929. Francamente, me sorprendería ver a un papa actual iniciar una campaña agresiva para aumentar su poder temporal, no tanto por lo anacrónico del gesto, sino por los peligros que conllevaría. En ese sentido, el ejemplo de la decadencia de los Estados Pontificios en el siglo XIX nos viene a confirmar que la Historia no sopla a favor de los “venidos a menos” y, por tanto, no los pone en posición de volver a conducirla.

Para comprender el trauma del debilitamiento de los estados de la Iglesia resulta necesario explicar el porqué de su llanto, tal y como lo expresa Pío IX (1846-1878) tras huir de Roma en 1848. En la oscuridad documental del siglo VIII, en una Italia dividida en varios dominios, los últimos reductos del poder bizantino van cayendo ante el avance de los reyes lombardos en beneficio de los futuros señores del orbe cristiano: los papas. Tras recibir la ciudad de Sutri de las manos del lombardo Astolfo, el papa Esteban II recibe de Pipino el Breve los territorios arrebatados a los lombardos (Romaña y Pentápolis) para que, junto con el ducado de Roma, constituya el poder temporal de la Santa Sede, es decir, el Estado Pontificio, un ideal patrimonio con base legal en un documento falso: la Donación de Constantino. Dicho documento asegura que la autonomía romana respecto a Oriente se remontaría a Constantino el Grande, quien habría legado a los papas, junto con la ciudad de Roma, la mitad del Imperio occidental. Una treta tan necesaria para justificar más de 1000 años de sometimiento “legítima posesión universalmente reconocida” como conflictiva para sus creadores, el futuro Sacro Imperio Romano Germánico y el Estado Pontificio; algo así como una pareja de novios que tanto se desean como se matan entre ellos.

En sus largos años como Patrimonio de San Pedro, Roma fue el centro neurálgico de toda una suerte de luchas interminables por el poder pontificio entre una serie de familias nobles, desde los Pierleoni y los Frangipane a los Orsini y los Colonna, así como el escenario de memorables acontecimientos como la constitución de una comuna en 1143 contra el poder temporal de los pontífices (a ratos) y el ascenso al poder de un tribuno protorrenacentista al que muchos comparan con Mussolini: Cola de Rienzo. Pero ni la convulsión de la cautividad aviñonense, ni el Cisma, ni siquiera el grave Sacco de 1527 depusieron de sus funciones temporales a los papas, que sólo empezarían a temer por la integridad de sus posesiones a partir de las Guerras Revolucionarias (1793-1815) y la eclosión del republicanismo. En ese sentido, el último acto del proceso de unificación italiano, la conquista de Roma por tropas del nuevo Estado, representa por sí mismo el encuentro traumático entre dos épocas: la medieval, que envolvía la ciudad desde hacía más de 1000 años, y la contemporánea, que penetraba en su interior a golpe de bayoneta. Un vistazo a estas fotografías tomadas en 1860 por el fotógrafo francés Henri Plaut nos brinda la posibilidad de contemplar una Roma todavía inmaculada, rural y desierta en oposición a la ciudad actual, capital del turismo de masas.

Via delle Quattro Fontane. Al fondo, Santa Maria Maggiore


Foro Romano


Via di Porta Leone. Al fondo, el Templo de Hércules Víctor


Plaza de San Pedro
Y es en esa paz medieval previa a la conquista italiana donde el Estado Pontificio agoniza con Pío IX a las riendas. Ya desde el principio, el reinado del noble anconitano estuvo condicionado por la era de la doble revolución ideológica e industrial, así como por el auge del nacionalismo, el liberalismo y el socialismo y la consolidación de la ciencia con la aparición en 1859 de la teoría de la evolución de Darwin. Un ambiente muy poco favorable a la continuación de la tradicional autoridad espiritual del papa sobre los estados europeos. Al menos no sin haber arrasado con los pilares del Antiguo Régimen y puesto en su lugar las columnas del Estado liberal. En el transcurso de sólo dos años desde su elevación al solio pontificio, Pío IX pasó de ser el candidato a presidir la confederación italiana ideada por los neogüelfos Gioberti y Balbo a despertar la desconfianza de los piamonteses tras su negativa a unir sus armas contra Austria. En 1848, en plena efervescencia revolucionaria, el monopolio del ministerio pontificio por parte de elementos populares empujaría al papa a huir a Gaeta, desde donde dirigiría una llamada de auxilio a las potencias europeas (ver supra) para restablecer el poder temporal arrebatado por la efímera República Romana de 1849.

Ante la resistencia de Mazzini, el ejército de la II República Francesa sería el encargado de restablecer (paradójicamente) el absolutismo papal en Roma tras más de dos meses de asedio. Sin embargo, el regreso de Pío IX no presagiaba un viraje hacia el reformismo. Antes al contrario, la concentración del poder en torno a la figura del Secretario de Estado Antonelli, la división del patrimonio en provincias y legaciones y la constitución de un Consejo meramente consultivo fueron las señas de identidad de un pontificado a punto de estallar en revuelta abierta, tal y como presagiaba el liberal inglés Gladstone:

El Poder temporal del Pontífice, esa grande, magnífica, antigua construcción, ha terminado. El problema está a punto de resolverse. Se ha minado el terreno, se ha colocado la mecha. Únicamente una fuerza extranjera, transitoria por naturaleza, detiene el brazo de los impacientes por terminar prendiendo fuego[2].

Así, mientras Pío IX quedaba aislado en sus dominios, el Reino de Piamonte-Cerdeña, con el rey Víctor Manuel II y el ministro Cavour a la cabeza, se aventuraba a convertir la unificación de Italia en una cuestión de carácter internacional, tal y como reflejan las conversaciones del Congreso de París de 1856 y la entrevista con Napoleón III en Plombières en 1858. La guerra con Austria no tardaría en estallar y, mediante el inesperado armisticio de Villafranca, finiquitarse con la anexión piamontesa de Lombardía, la conservación del Véneto por parte de Austria y la cesión italiana de Niza y Saboya a Francia. Ante tal estado de cosas, la inflexibilidad del papa no parecía advertir la amenaza real al poder temporal de la Iglesia. Con la Lombardía y los ducados de Parma, Módena y Toscana en poder del Piamonte, apoyado por Francia, los austríacos en retirada y Nápoles en poder de los mil de Garibaldi, el camino hacia Roma quedaba expedito para los enemigos del papa, quienes pronto iniciarían una revuelta en sus dominios, al paso del triunfante ejército italiano. Sin embargo, la llamada cuestión romana no parecía un asunto fácil de resolver, más aun cuando el problema pivotaba entre cuatros estados (España, Francia, Austria e Italia) que decían ser competentes para intervenir. Un acuerdo de última hora entre Francia e Italia en 1864 comprometía a esta última “a no atacar el actual territorio del Padre Santo y a impedir, incluso por la fuerza, todo ataque procedente del exterior contra dicho territorio”, mientras que Francia se obligaba a “retirar sus tropas de los Estados pontificios gradualmente y a medida que se organice el ejército del Padre Santo”[3].

La última horma en el zapato del Estado italiano, la anexión de la Venecia austríaca en 1866, preparó a Pío IX para lo peor. “Italia está hecha, pero incompleta”, dijo Víctor Manuel para temor del pontífice. Confiado en la protección de la guarnición francesa, enfrentada cada vez más con los italianos, Pío IX apenas contaba con un ejército de 10.000 voluntarios franceses, belgas, suizos, irlandeses, españoles y holandeses para defender Roma contra 70.000 soldados italianos. El curso de la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) precipitaría los acontecimientos: la retirada de la guarnición francesa derivada de las necesidades bélicas de Napoleón III puso en pie de guerra a las unidades italianas que, ante la Muralla Aureliana, aguardaban la señal de ataque. En la mañana del 20 de septiembre de 1870, tres horas y 67 muertos después, el milenario Estado Pontificio dejaba prácticamente de existir.

La anexión efectiva de Roma al Reino de Italia mediante plebiscito puso fin a un proceso de unificación que se llevó por delante el poder temporal del papa. Podríamos debatir largo y tendido sobre la ilegalidad en que incurrió el naciente Estado italiano al vulnerar el acuerdo de 1864 con Francia, aunque la cuestión quedaría reducida al mero enfrentamiento ideológico o bien a una discusión mucho más profunda sobre la naturaleza de los procedimientos de los Estados modernos para consolidar su autoridad. Lo cierto es que la situación de los papas, victimizados como prisioneros del rey en el Vaticano, hubiera sido envidiable de no ser por la negativa de Pío IX a aceptar la Ley de Garantías de 1871: Italia dejaría a la Santa Sede en usufructo los palacios apostólicos del Vaticano, Letrán y Castelgandolfo, a los que concedería la extraterritorialidad; se proclamaría la persona del papa sagrada e inviolable, el Estado italiano se obligaría a pasarle una renta anual de 3.225.000 liras libres de impuestos y la ley reconocería su derecho a mantener nuncios ante los gobiernos extranjeros y a éstos la posibilidad de mantener embajadores ante el Vaticano. En cualquier caso, la firma en 1929 de los Pactos de Letrán no sólo vino a garantizar las mismas cláusulas de 1871, sino que las dobló con la exención tributaria de las retribuciones debidas por la Santa Sede a dignidades, empleados y asalariados y con la liquidación de todo crédito contraído con el Estado italiano.

Desde entonces, el reducto vaticano del antiguo Estado Pontificio no ha modificado un palmo de sus fronteras, ni siquiera con la revisión de los pactos lateranenses en 1984. Un papa actual que reclamara su antigua soberanía desde la colina romana hasta las Marcas podría sonar extraño, pero no por ello carecería de base histórica para hacerlo (la cuestión legal ya sería otra historia

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