La soledad es una condición paradójica. En la modernidad se trata de una de las situaciones dialécticas que mayor asombro y confusión provocó entre poetas, artistas, filósofos y demás espíritus sensibles: ¿cómo podía ser que en sociedades de miles y aun millones de habitantes haya gente que se sienta sola? De ahí, por ejemplo, el tópico romántico del individuo que en medio de una multitud se siente solo. Este fenómeno podría tener una explicación psicológica que, más allá de desmitificarlo, parece otorgarle aún más misterio.
Hace unas semanas, un equipo de investigadores publicó un estudio a propósito de la manera en que las personas consideradas “solitarias” aprenden y ponen en práctica las llamadas habilidades sociales y cuál es la relación de dicho comportamiento particular con su propia soledad.
El experimento ―dirigido por Megan L. Knowles, profesora en el Franklin & Marshall College― consistió en examinar las habilidades sociales de 86 estudiantes universitarios pidiéndoles que reconocieran, sobre la pantalla de una computadora, la emoción desplegada en 24 rostros: enojo, miedo, felicidad o tristeza. Los voluntarios, sin embargo, fueron divididos en dos grupos: a uno se le dijo ambiguamente que sólo se trataba de una prueba teórica, y al otro que quienes fallaran demostrarían su dificultad para entablar y mantener relaciones de amistad. Este experimento se complementó además con un cuestionario con el que se indagó sobre el grado de soledad que cada persona percibía sobre sí misma.
Grosso modo, el propósito de esta diferencia era conocer la influencia de la presión social sobre la puesta en práctica de las habilidades mencionadas. Por estudios anteriores se sabe que, paradójicamente, las personas solitarias entienden mejor que otros las normas sociales, tácitas y explícitas, pero es su incapacidad de ejercerlas cuando se necesitan lo que provoca su aislamiento de los otros.
Conforme a la hipótesis planteada, los psicólogos encontraron que las personas más solitarias fueron las mismas que tuvieron un desempeño deficiente en la prueba cuando se sintieron bajo una presión excesiva.
Para confirmar que este era un factor decisivo en la dificultad para codificar las emociones mostradas, los investigadores repitieron el ejercicio pero ahora ofreciendo a los voluntarios una bebida que, aseguraron, contenía elevados niveles de cafeína, por lo que cualquier inquietud sentida sería producto de esta sustancia. Esto, en realidad, fue una sugestión, pero saberlo hizo que aquellos participantes que en la prueba anterior se habían sentido nerviosos por el temor a fracasar, en esta ocasión mejoraran su desempeño.
Los psicólogos explican esta singular respuesta por el hecho de que, con cierta frecuencia, las personas solitarias son quienes tienen un mejor entendimiento de las habilidades sociales; paradójicamente, esto provoca una suerte de pánico cada vez que tienen que emplearlas. Como dice Melissa Dahl en el sitio Science of Us, de alguna forma ese es dilema que enfrentan los solitarios, pues si quisieran abandonar ese estado, antes tendrían que prestar atención a la angustia que les provoca una relación personal, entenderla y resolverla.
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