martes, 29 de diciembre de 2015

El planeta en riesgo: es hora de abandonar el petróleo

Antonio Banderas en Oro negro de Jean-Jacques Annaud.

¿Pasará 2015 a la historia como el año en que se empezó a ‘descarbonizar’ el planeta? Cambio climático, contaminación, corrupción, reparto muy desigual de la riqueza. El petróleo sin duda ha contribuido a la revolución industrial y ha impulsado el desarrollo tecnológico. Pero, sinceramente, creo que ya es hora deabandonarlo. Su momento en la historia de la Humanidad ya ha pasado. Tenemos que desengancharnos de él. Ahora mismo, el petróleo es la cocaína de la sociedad moderna. Tenemos que aprender a vivir sin él. Es hora de decir basta. Y aquí lo hacemos a través de fascinantes películas como ‘En el Corazón del Mar’, de Ron Howard, y ‘Oro Negro’, de Jean-Jacques Annaud.

Las prohibiciones de aparcar en el centro de Madrid y los carteles luminosos que alertan de los niveles de alta contaminación son la respuesta lógica a un problema que hemos ignorado durante demasiado tiempo. Los seres humanos estamos diseñados para pensar a corto plazo. Como el impacto de lo que hacemos en el planeta no tiene respuesta inmediata, lo ignoramos. Lo que ocurre es que el planeta responde siempre, al principio de forma tímida, y tras unas décadas de manera más contundente. Mi predicción es que el año que viene habrá muchas más restricciones para ir en coche a Madrid. Dentro de cinco años, las ocasiones de utilizar el vehículo propio empezarán a escasear. Dentro de diez, posiblemente se prohíba por ley.

Si este verano el calor agobiante ha estado en boca de todo el mundo, el que viene se agotarán de nuevo los ventiladores y aparatos de aire acondicionado en los grandes comercios durante julio y agosto. Dentro de cinco años, y debido al aumento de muertes por calor, habrá quienes abandonen la ciudad como punto permanente para residir. En 10 o 15 años, los meses de verano se alargarán tanto y serán tan terribles que Madrid empezará a perder residentes en favor de otros lugares a más altitud. Los planes para construir futuros pisos en la ciudad podrían resultar a la postre ruinosos o muy caros en un lugar tan caluroso en el que sólo se pueda sobrevivir con aire acondicionado durante los meses en los que la temperatura apenas bajará de los 45 grados.

Los políticos nunca actúan en base a previsiones y sólo reaccionan ante los problemas que afectan a la gente cuando se presentan. No podemos esperar nada de ellos. Imaginen, por ejemplo, si las autoridades hubieran invertido mucho dinero en electrificar el transporte público, en concreto la flota de autobuses y los taxis, pongamos desde comienzos de 2000. Si en los últimos 15 años se hubiera instalado en cada gasolinera de Madrid uno o dos puntos de carga rápida para coches eléctricos. Si el Estado hubiera dedicado recursos para investigar y abaratar el desarrollo del coche eléctrico para hacerlo accesible a los conductores. Imaginen por un momento la calidad del aire urbano que disfrutaríamos ahora. Coches silenciosos con una autonomía cercana a los 100 kilómetros que se pudieran recargar en apenas una hora.

En el espléndido filme En el Corazón del Mar, de Ron Howard, se nos narra la historia de Essex, el barco ballenero que fue atacado por un cachalote en 1819. Por aquel entonces, la isla de Nantucket, cerca de Cape Cod en Massachussetts (EE UU) se estaba convirtiendo en lo que hoy sería Arabia Saudí. La industria ballenera comercializaba el aceite de ballena como combustible para iluminar las casas. Ese aceite rellena las enormes cabezas de los cachalotes y es una parte esencial de su sistema hidrodinámico, que les permite sumergirse, con pesos de decenas de toneladas, a profundidades de hasta 2.000 metros.

Los cachalotes y las ballenas fueron perseguidos en aquellos tiempos y un par de siglos después estos animales extraordinarios están en peligro de desaparecer, aunque desde hace bastante tiempo el aceite de ballena perdiera su interés comercial en favor del petróleo. Pero el patrón sigue siendo exactamente el mismo. Nos hemos hecho adictos al petróleo, la industria creada a su alrededor es realmente gigantesca en beneficios económicos, y pese a las proclamas de las propias multinacionales de que el petróleo tarde o temprano se agotará –una gran mentira, y algún día explicaremos aquí el porqué– la transición hacia otras energías más limpias continúa siendo dolorosamente lenta. El ataque de un cachalote gigantesco a este ballenero está documentado y significa aquí que la naturaleza se revuelve contra la tecnología que el hombre ha creado y usado de manera abusiva.
Fotograma de 'En el corazón del mar'.
Fotograma de ‘En el corazón del mar’.
En estas reflexiones en torno al petróleo afloran recuerdos muy intensos sobre un brevísimo encuentro que tuve con el director Jean Jacques-Annaud pocos años antes de que publicara mi primera novela. Sucedió en Futuroscope, cuandoAnnaud acudió allí para la presentación de una película, Alas de Coraje, que había rodado en tres dimensiones para pantalla IMAX. El instante está grabado a fuego, la indecisión sobre si abordarle o no, y finalmente logré conversar con él unos minutos.

Annaud venía de rodar esa maravilla llamada El Amante, y me comentó que estaba intentando llevar a cabo una película sobre la trilogía de la Fundación, la saga de ciencia ficción creada por Isaac Asimov. Le expliqué brevemente el argumento de una novela que tenía en mente sobre la Edad Media –todavía no me había estrenado como novelista– y me escuchó con suma atención, lo que me dejó una honda impresión, minutos antes de que los periodistas de un programa de televisión lo secuestraran literalmente para una entrevista.

El cine de Annaud tuvo algo de especial, aunque ahora ha perdido fuerza y no está tan presente como en sus mejores tiempos (En Nombre de la Rosa, El Oso). Annaud no sólo se limita a contar historias, sino que nos invita a reflexionar. Su penúltima película, Oro Negro, nos presenta las disputas de dos reyes tribales saudíes, bien interpretados por Antonio Banderas –el emir Nessib– y Mark Strong –el sultánAmar– sobre lo que ellos llaman “franja amarilla del desierto”, un territorio en el que se ha derramado sangre y por el que ambos líderes acuerdan la paz en base a la custodia que Banderas hace de los hijos de Strong.

La cosa se complica muchísimo cuando un piloto de una compañía petrolera deTexas aterriza en el lugar y le cuenta al emir Banderas que está viviendo sobre unas inmensas reservas de petróleo que le hacen “mucho más rico que la Reina de Inglaterra”. El petróleo, cree Banderas, es la vía para obtener más prosperidad, medicinas y tecnología para la gente de su tribu, pero su adversario histórico no comparte ese punto de vista.

Cree que el oro negro traerá una maldición que destruirá la forma de vida, las creencias y las amistades de su gente. Y el conflicto está servido.

El filme es una ficción que se ancla sólidamente sobre hechos comprobados. El petróleo no hace sino azuzar las disputas entre las tribus, ensanchando más la distancia entre los moderados y los radicales.

A la luz del petróleo, entendemos con mucha más claridad el nacimiento de grupos extremistas –los gérmenes del terrorismo yihadista en la actualidad– y el paradójico hecho de que Arabia Saudí, el mayor productor mundial de crudo, también sigue financiando actividades terroristas ejecutadas por Al Qaeda y los talibanes, como dijo en su momento la mismísima Hillary Clinton, que fue Secretaria de Estado de EE UU, y ahora candidata a la presidencia. Por no mentar el papel que el petróleo juega en la financiación del denominado Estado islámico.

¿Qué sucedería si se descubrieran inmensas reservas de petróleo en un país en desarrollo? ¿Hasta qué punto contribuiría a su progreso? De acuerdo con el excelente trabajo realizado por el periodista Peter Maas en su libro Crude Oil, nuestra primera impresión –la alegría por descubrir que vivimos encima de un lago de millones de dólares, diciendo adiós a la miseria– resulta absolutamente equivocada.

Lejos de creer que el petróleo es una fuente de bienestar, la paradoja es que abre una vía extraordinariamente rápida para la corrupción de los poderes políticos y el empobrecimiento general de la población.

Maas estuvo investigando los efectos del petróleo en Nigeria, cuando fue descubierto en el Delta del río Negro (Delta del Niger) por los geólogos de la multinacional Shell, en la década de los sesenta, en la época en la que el país obtuvo su independencia. Nigeria tenía por entonces un crecimiento industrial notable y una economía saludable basada en la agricultura.

Los representantes de Shell acudieron a la aldea de Asari, una mujer que ahora trabaja para un “señor de la guerra”, Dokubou Asari. Ella rememora el momento para el periodista. Los ingenieros trajeron un proyector y le enseñaron una película y fotografías sobre la prosperidad que traería el petróleo, cuando casi nadie de la aldea había visto en su vida una película de cine: agua saliendo de los grifos, niños viajando en automóviles…, una puerta rápida hacia una vida mejor.

Medio siglo después, encontramos que Nigeria se ha convertido en el octavo productor mundial de petróleo, con ganancias que superan los 400.000 millones. Pero nueve de cada diez habitantes sobreviven con dos dólares diarios, y uno de cada cinco niños muere antes de cumplir su primer año, nos dice MaasSenegal, un país que sólo exporta nueces y pescado, tiene una renta por habitante mayor.

Los datos son terribles. El delta, antaño un paraíso de vida salvaje, es hoy uno de los diez lugares más contaminados del mundo. El Banco Mundial estima que el 80% de los beneficios del petróleo han ido a parar al 1% de la población.

Los intentos de rebelión de las poblaciones locales –en el delta viven unos 30 millones– han sido sistemáticamente suprimidos con violencia y ejecuciones, con la ayuda de la multinacional Shell, que proporcionó las embarcaciones en 1966 para aplastar una de esas primeras revueltas, llevada a cabo por Isaac Boro, un soldado nacido allí.

La resistencia pacífica y no violenta tampoco ha servido de nada. Maas habla de un líder carismático, Ken Saro-Wiwa, que organizó una campaña contra la multinacional y el régimen en los años noventa. Saro-Wiwa fue arrestado y ejecutado bajo las órdenes de un general, Sani Abacha, del que se demostraría más tarde que había robado 4.000 millones de dólares derivados de los beneficios que el Estado había obtenido del crudo.

Maas realiza un escalofriante relato de sus incursiones por las aldeas del delta. Describe un lugar contaminado y fétido, pueblos quemados por las bombas y azotado por las guerras y asaltos, casas hechas de latón que se corroe a los pocos años por culpa de las lluvias ácidas, niños armados que muestran las cicatrices de la guerra en lugares donde no hay hospitales, agua corriente ni electricidad.
En el horizonte de estas aldeas se pueden contemplar las torres que queman el gas asociado que sube junto con el petróleo. Las combustiones liberan al aire benceno, tolueno y benzopireno, mercurio, arsénico y cromo, dióxido de carbono y metano. Son componentes carcinógenos y muy dañinos para la salud humana, pero sus efectos en las aldeas cercanas se desconocen, ya que no hay fondos disponibles para realizar los necesarios estudios epidemiológicos.

La legislación de EE UU prohíbe a las petroleras asentadas en ese país quemar la mayor parte de este gas –la opción más barata– por lo que el gigante norteamericano quema menos de un 1% del gas natural que extrae.

Pero eso no sucede en Nigeria. El gobierno prohibió en teoría el quemado de las emisiones de gas en 1984, pero concede exenciones a las multinacionales. En 2004, Nigeria quemaba el 55% del gas asociado a las extracciones. Y en 2011, un informe realizado por la organización Environmental Rights Action concluyó que los contaminantes pueden afectar a la gente que vive en un radio de 30 kilómetros de las torres.

Para una inmensa mayoría de nigerianos, especialmente los que tienen sus hogares en lo que fue un paraíso salvaje, el oro negro ha traído una maldición en forma de guerras, contaminación y muerte. Al igual que lo que predijo el Sultan Amar (Mark Strong) en el filme de Annaud, los extranjeros llegaron a su territorio para no abandonarlo jamás. Y la tentación para no ceder es siempre la misma, agitar las bolsas repletas con monedas de oro delante de un mundo que suspira por la vida cómoda de Occidente, llena de bagatelas.

Según un informe de la revista Scientific American publicado en 2013, el mundo sigue extrayendo el 87% de su energía a partir de los combustibles fósiles. Y también, aunque algo menor, es nuestro caso. De toda la energía que España consume, hay una dependencia del 48% de gas natural y petróleo.

El transporte privado, a nivel global, es uno de los principales emisores de gases de invernadero en todo el mundo. Pero nosotros somos los que decidimos cómo movernos a nivel individual. Es nuestro privilegio. Los veranos tórridos e insoportables, la contaminación del aire que pone en serio peligro la salud de muchos, no son más que la respuesta del cachalote que surge desde las profundidades para aplastarnos. Necesitamos un cambio de pensamiento y, como consumidores, tendremos que apostar para que nuestro próximo coche nunca tenga que visitar una gasolinera. El cambio puede empezar en cada uno de nosotros.
ElAsombrario.com


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